Según relata Orhan Pamuk, el poeta Nazim el Rubio de Ram tuvo la perniciosa ocurrencia de esbozar visualmente la feliciad. Ignoramos si semejante empresa llegó a buen puerto. Lo que no ignoramos es que pintar la felicidad ha de ser como abrir la caja de Pandora, logrando como resultado algo absolutamente opuesto a lo que creímos era el impulso inicial. Sea como fuere, Pamuk se hace cargo del problema, pleno de reticencias y dudas, cuando describe su pintura de la felicidad: "Sé perfectamente cómo tendría que hacerse. Querría que se pintara una madre con dos hijos; me gustaría que mientras el pequeño, al que la madre sostiene en su regazo dándole de mamar sonriente, chupaba sonriendo feliz el enorme pezón, la mirada del hijo mayor, ligeramente envidioso, y la de la madre se entrecruzaran. Me gustaría ser la madre en esa pintura y que se hiciera a la manera de los antiguos maestros de Herat, capaces de detener el tiempo pintando al pájaro del cielo como si volara, pero también mostrándolo feliz eternamente suspendido en el aire. Lo sé, no es facil. "
Tampoco es fácil comprender la enigmática mirada que se ofrecen aquella madre y su hijo mayor, a medias celoso, a medias desconcertado. No sabemos qué piensan ambos personajes, pero hemos de intuir que son felices siendo cómplices de un secreto que sólo ellos conocen, mientras el espacio es una indescriptible ausencia de tiempo. Acaso Pamuk pensaba en la eternidad cuandó esbozó su cuadro. Eternidad comprendida como la levedad de un espíritu desprovisto de conciencia y de todos los dolores que anidan en la materia temporal, por ende, corruptible, etc. Y en medio de ese mar apacible, un temblor, una fugaz preocupación que nos recuerda, con timidez, algún dolor extraviado que persiste en enrostrarnos que la felicidad no es sino un estado transitorio, un segundo entre siglos, una isla desamparada, una tregua...: he ahí la mirada cargada de celos de aquel hijo mayor, de un Caín, por ejemplo, en los momentos previos a consumar su crimen.
No somos dignos de pintar la felicidad, pues hallamos la comodidad en las desgracias. Os describiré mi lienzo: Una madre de ojos amarillos, gorda y con sus pómulos pronunciados, estrecha con sus brazos el cadáver de su hijo, pálido, aunque surcado por riachuelos de sangre que se esparcen por la tierra formando algunas pozas. Unos metros más allá el arma asesina; no importa si un puñal o una pistola. A lo lejos, una sombra, de espalda al espectador, mirando al cielo con los brazos en alto. Intuimos que es el asesino; no sabemos que es su propio hermano. Por último, el cielo -azul profundo interrumpido por tonalidades claras- tiembla frente al acto de perdón que se ha consumado, vibrando la creación entera. Así habría de componer mi cuadro. Me explico.
Sólo es posible hablar de felicidad en la medida en que no somos felices. De otro modo y como se pregunta Anguita: ¿Necesita explicación un beso para el que lo goza plenamente? La pregunta de Nazim sobre cómo hemos de pintar la felicidad sólo es posible para aquel que es desgraciado, pues requiere de una respuesta que lo evada de su precariedad. Mera lógica. Si Pamuk habitara en el Paraíso, poco y nada le importaría ser pintor; primero, ha ser un intenso trabajo ser el catador de las delicias que ostenta un lugar como aquél, además de las charlas que emprendería con la serpiente. En tal caso, pensar en la felicidad sería una traición a sí mismo, tanto como pensar en una desgracia. En cambio, el dolor de una desdicha es el presagio, el prólogo de la felicidad. Cada vez que nos asola una tormenta, miramos al cielo y pedimos un poco de paz; es entonces el momento en que pensamos en los días felices, nostálgicos de un mundo que anhelamos; luego, el arte: los pinceles, la paleta de colores y una visión que va poblando la superficie del lienzo.
Sólo es posible hablar de felicidad en la medida en que no somos felices. De otro modo y como se pregunta Anguita: ¿Necesita explicación un beso para el que lo goza plenamente? La pregunta de Nazim sobre cómo hemos de pintar la felicidad sólo es posible para aquel que es desgraciado, pues requiere de una respuesta que lo evada de su precariedad. Mera lógica. Si Pamuk habitara en el Paraíso, poco y nada le importaría ser pintor; primero, ha ser un intenso trabajo ser el catador de las delicias que ostenta un lugar como aquél, además de las charlas que emprendería con la serpiente. En tal caso, pensar en la felicidad sería una traición a sí mismo, tanto como pensar en una desgracia. En cambio, el dolor de una desdicha es el presagio, el prólogo de la felicidad. Cada vez que nos asola una tormenta, miramos al cielo y pedimos un poco de paz; es entonces el momento en que pensamos en los días felices, nostálgicos de un mundo que anhelamos; luego, el arte: los pinceles, la paleta de colores y una visión que va poblando la superficie del lienzo.