domingo, 18 de mayo de 2008

Sobre la inutilidad de los libros

Felipe Labbé

Hablar de la inutilidad de la literatura supone, de antemano, negar las concepciones de un José Victorino Lastarria, por citar un ilustre y acérrimo defensor de la utilidad de los libros. En su célebre disurso de 1842, propone la imperiosidad de la lectura en base a dos ideas principales: "nosotros [los escritores] debemos pensar en sacrificarnos por la utilidad de la patria". Este sacrifcio tiene como objetivo la educación del pueblo, es decir, la literatura posee una función didáctica, de modo que no es más ni menos que la expresión de la sociedad. Ahí su error. Estas postulaciones no tardaron en hallar su antitesis: el arte por el arte, su deshumanización, el "libro" de Mallarmé, la poesía pura y gran parte de la vanguardia de principios del siglo XX, quénes, cual más, cual menos, pretendían que la vida y sus peculiaridades nada tenían que ver con la esfera intocable del arte. Los más radicales, pretendían que el arte fuese la negación de la vida. Para nosotros, ni lo uno, ni lo otro. Los libros no forman caracteres ni definen la silueta de la personalidad, como quería el discípulo de Bello; por otra parte, la literatura es respirar más hondamente la vida, de modo que no puede ser su negación. El problema surje cuando hablamos de "función". Otorgarle una función específica a un libro es pedirle mucho menos de lo que puede ofrecer. En suma, pedirle cuentas a la literatura supone su cosificación.

Schopenhauer ha escrito sobre el arte que su principal función reside ahí cuando no es más que inutilidad, y que, precisamente por esa inutilidad, es que se nos hace imperioso seguir haciendo arte. Por otra parte, el escritor es un irresponsable cuando escribe. Y es un irresponsable por el simple motivo de que el “otro” le interrumpe mientras escribe. El “otro” no puede interrumpirle ni ser un juez mientras se desarrolla el acto de la escritura. Cada párrafo es una batalla solitaria que el escritor entabla con el lenguaje y con sus propios demonios. De ahí que derivemos en la inutilidad de la literatura. De modo que el sentido se abre ahí cuando nos dedicamos a pensar la naturaleza de la inutilidad. Qué es lo inútil, y por qué Schopenhauer escribe que es imperiosa la necesidad de seguir continuando con una actividad que no se plantea como objetivo directo obtener una incidencia en la realidad. ¿Literatura al servicio de una revolución o “compromiso político”, dirán los abogados? Deviene, como ya se ha demostrado en varios sectores de la historia del siglo XX, en mero folletín de propaganda. No es más que caducidad, retórica con fecha de vencimiento. Kafka es otra cosa. Borges, Joyce, Thomas Mann, Pound, etc. Ahí donde la escritura trafica con algunas cosas eternas, intemporales, es donde hallamos el máximo grado de inutilidad, sobretodo en términos políticos, como quería, en el fondo, Lastarria. Y es que no debemos desconocer una realidad desconcertante: cuando se busca una función para la literatura, teniendo como objetivo el progreso humano, es el momento en que literatura y política revientan en una discusión estéril. Es en este momento cuando los libros no sirven para absolutamente nada; acaso para el regocijo de un estudiante encerrado en su habitación con un libro de Thomas Merton. La pregunta central, entonces: ¿está la solución para el mundo y para el hombre en las páginas de Merton? Inútil. No la hay. De tanto buscar se nos olvida lo que buscábamos.

La inutilidad: obviamente, lo que no posee utilidad alguna. No hay un “para qué” en la escritura. He ahí, creemos, el principal error del lector que cree hallar utilidades en un libro. Un error de apreciación, de enfoque. Por el contrario, la literatura abunda en “por qués”, en razones primeras; metafísicas, diría Aristóteles. ¿Le importa al primer ministro inglés en tiempos de guerra la existencia de Dios? Lo ignoramos, pero sabemos que no buscaría la solución a cierto conflicto en las páginas de Milton, por ejemplo. No obstante, si ese primer ministro inglés leyera algunas páginas de Keats, o acaso de Blake, desprovisto de todo interés que interfiera en la inocencia del que lee, tal vez, sólo tal vez, hallaría una solución inesperada: la solución del que halla sin la necesidad de haber buscado. Ya lo decía Píndaro: “Ni por mar ni por tierra hallarás el camino que lleva a los hiperbóreos”. Nosotros lo adaptamos: “Ni por mar ni por tierra hallarás utilidades en los libros”.


El escritor que quiere incidir en la profundidad del hombre y su realidad ni siquiera se lo propone como meta. Sabe que su libro acaso no será leído por nadie, y sin embargo persevera en su actitud. Kafka es un paradigma en este sentido. Pessoa es otro. Uno dispuesto a quemar todos sus escritos. El otro que los encierra en un baúl. ¿Para qué iba a importarles la función de la literatura? Sin embargo, son ellos, con su actitud aparentemente egoísta, quienes son capaces de decir algo realmente útil sobre la vida. No la receta para ser mejores personas, ni para obtener un mayor sueldo, sino para ser cada vez más humanos, con todo lo que esto significa, y punto. Seguiremos leyendo sus páginas así como leemos las de Homero o Virgilio. ¿Y todo esto para qué? Absolutamente para nada, pero absolutamente para todo. El lector no será más educado, sino más hombre; en vez de un cambio cuantitativo, uno cualitativo; en vez de abarcar más, simplemente profundizar. Leer es tratar con cosas eternas.

De más está decir que no hemos descubierto la América. En el fondo, el gran escritor sabe, de antemano, que es póstumo. El gran escritor sabe que escribir es una guerra estéril y absolutamente propia. El gran escritor es solitario y mientras fragua sus párrafos con la mano derecha, con la izquierda firma un contrato con la eternidad. En el fondo, la literatura no posee una función, como sí la poseen todos esos objetos que entran en la categoría de adminículos. Los libros ofrecen una instancia para que el mundo sea más mundo. ¿Plenitud? Si pudieramos decir impúnemente que la literatura es un diálogo con lo sagrado, esa sería la definición que andábamos buscando.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Martes 13, gatos negros y espejos rotos

Superticiones, presagios, sortilegios, brujerías: la trascendencia escondida en la cotidianeidad

Felipe Labbé

Es Martes 13, día por antonomasia de la mala suerte mundial. Más de alguna vieja no asoma sus narices a la calle y, probablemente, no tiene la más mínima intención de abandonar sus tibias frazadas. ¿Para qué? Mejor es prevenir que lamentar. Nada hay más saludable que el calor de las sábanas para enfrentar los malos hados. Quisiera pensar en los aeropuertos. No en los aviones, que muy posiblemente ni se enteran del calendario, sino de los rostros incrédulos que dejan sus maletas en las máquinas de los controles de aduana. Todo en sus ojos es confianza, rutina. ¿No pensó esa hermosa señora o dignísimo caballero que no debían viajar en un día como hoy? A ellos, viajeros que abandonan la tierra, no le interesan las superticiones, pues, tal vez, no poseen fundamento. En otra escena urbana, el baile de los utensilios de comida está en el clímax. El menú del día de un restorán despertó el apetito de un hombre sencillo, trabajador, honrado, como abundan en nuestras ciudades. Su paladar, esa inflexible aduana que no tranza con malos gustos, decide que al bocadillo le hace falta un poco de sal. Curiosamente, su mesa está desprovista del divino mineral. Decide pedir el salero a su acompañante. Éste, de fresca mirada, pícaro a fuerza de inocencia, que, por lo demás, no está iniciado en las superticiones populares, sostiene distraídamente el salero hasta que observa que nuestro honrado comensal no se decide a tomar el objeto de sus manos. Insiste. Luego, recibe la observación: "Deja el salero en la mesa, si no quieres discutir conmigo. Por lo demás, dicen que es de mala suerte".

En el mes de Agosto, los gatos negros. Un niño en la calle se detiene asombrado ante la visión de uno de estos felinos, portadores de malos agüeros. El animal cruza la calle, apurado por la bocina de un vehículo. Nuestro niño queda petrificado, inerte. Los ojos desorbitados, decide no dar ni un sólo paso. Una mala jugada y sería el portador de una enfermedad corrosiva, contagiosa y de difícil curación: la mala suerte.

En este pequeño compendio, no pueden faltar los espejos rotos. Es difícil no imaginar a la muchachita vanidosa, ejemplar abundante en estas tierras. Podría gastar horas buscando imperfecciones en su reflejo. Y si la observadora no es muy agraciada, las h oras serían empleadas en buscar alguna pequeña perfección. De pronto, el estruendo. No uno, ni dos: ¡Siete años de mala suerte! Vanidad de vanidades: tragedia de tragedias; haría falta el genio de un Esquilo para retratar la escena. Así ocurre con los vidrios; ellos están cargados con malos hados. ¡Que los amantes en una cena romática no olviden, al chocar sus vasos, mirarse a los ojos, pues serían siete años de mal sexo! Ya tendremos tiempo de hablar acerca de las escaleras.

Pero, señores, no piensen ustedes que sólo en nuestras tierras gozamos con estas peculiaridades. La sociedad inglesa del siglo XVIII, por ejemplo, era profusa en paganismos. Que lo diga Joseph Adison: "He sabido que el paso de una estrella fugaz echó a perder el descanso de una noche; y he visto a un hombre enamorado ponerse pálido y perder el apetito, por el fracaso al tirar de un hueso de la pechuga de un ave." Y es que la supertición es patrimonio del hombre universal. Y lo es por una razón sencilla: sabemos mucho sobre biología, química y literatura; un poco de física cuántica, de poetas anglosajones y judaicos de la era medieval en España; sabemos algunas cosas de geometría, de átomos, de los anillos de Saturno, pero jamás hemos logrado un acuerdo sobre las ignotas geografías que oculta el velo de la muerte. ¿Dios? Si bien el Cristo nos enseñó un par de cosas, sigue siendo el mayor misterio del cosmos. Somos el producto de la incertidumbre. De ahí la búsqueda, a veces inconciente, de lograr alguna certeza sobre la cual edificar los días; lo más hablan de suerte. Otros, resignados, lo llaman destino. Lo más escépticos, azar. Los existencialistas, caos. Todas estas formas no son más que el intento humano, demasiado humano por hallar un sentido: he ahí el orgen de las superticiones.

Infundados o no, los sortilegios, los sinos y los agüeros agregan un dulce matiz al transcurrir del calendario. Y, de todas maneras, es mejor evitar levantarse con el pie izquierdo. Por otro lado no estaría de más encomendarse con suma devoción a las célebres patas de conejo o adquirir en su tienda más cercana el amuleto que más sea de su agrado. Dicen que pisar excremento de perro da buena suerte. Lo mismo ser defecado por una ploma. Nuestro amigo inglés Joseph Adison prefiere otros métodos: "No conozco más que una manera de fortalecer mi espíritu contra esos sombríos presagios y terrores del pensamiento, y es asegurarme la amistad y la protección del Ser que dispone de los acontecimientos y gobierna el futuro". No se puede olvidar que para los católicos Dios es un sentido.