lunes, 18 de agosto de 2008

La fotografía de mi Padre

Una fotografía. En ella, aprisionado aparece un torso humano; sobre todo eso: una aparición. Es un cuerpo cuyas manos están entrelazadas, como si el personaje principal estuviera ligeramente ansioso, acaso turbado por alguna preocupación lejana, insignificante, pero que insiste en inyectar su banal preocupación en el rostro. Un impecable terno, azul pálido, o acaso gris, de un gris engañoso debido a su profundidad. Una corbata cuya tonalidad oscura se esmera en ser verde, sobretodo en el rayo de luz que la recorre, insinuando un verde más claro, con ribetes plateados. De más está decir que la corbata, bajo el cuello de la camisa, se ajusta con naturalidad a la barbilla, simulando un rigor marcial; rigor que, sin embargo, lejos está de caer en la frivolidad; antes, el tipo proyecta el semblante natural y seguro del hombre que se destaca por su elegancia, que ninguna relación tiene con la vanidad. No obstante, ¿qué sería del muchacho elegante sin una pizca de vanidad? Probablemente sería un espantapájaros bien vestido.

Pero lo más importante es el rostro. Lo demás es prescindible, a excepción de las manos, de las que ya anotamos algunas palabras. Es un rostro que nada posee de extraordinario. Bello a su manera, es decir, que su belleza sólo es perceptible en la medida en que la aceptamos cuando proviene de una cara que guarda algo así como cuarenta y dos años de tormentas, batallas, y alguna que otra temporada de serenidad. ¡Ah esa calma!, la paz de los vencidos. Y he aquí que la foto encierra a un derrotado: un buen burgués en apariencia; en el fondo, un soldado corajudo. Pero que no se malinterprete: este hombre inmóvil nada sabe de táctica militar; es sólo que, al fin y al cabo, la vida obtiene placer del dolor que imprime en algunos seres humanos; y como ya se puede adivinar, el hombre de la fotografía es uno de ellos. Acaso en su tumba se debe tallar, a modo de epitafio, algo así como “a porrazos se aprende”. Pues bien, todo eso dice el rostro y las manos ásperas. Manos gruesas que acusan el esfuerzo del campo y de la tierra, lugares en los que jamás anida la mediocridad.

Algunas noches, siempre las más silenciosas, sobretodo aquellas que niegan el sueño, podríamos pasar horas conversando con una fotografía. Pues bien, esas horas no son, en verdad, más que algunos minutos. La razón es bien sencilla: el tiempo de las fotografías es inverosímil. Suponen una pequeña inmortalidad que se desprende de cada una de las imágenes atesoradas en esos papeles. Al contemplarlas, dejamos de estar solos, y participamos en la magia secreta de cada rostro aprisionado en la fotografía. Ellos hablan mientras nosotros, los de “acá”, enmudecemos. Pues bien, ocurre que, por azar de no se qué sortilegio, a veces, el contemplado asume el papel del contemplador, invirtiendo los planos. Entonces sucede que nosotros somos la fotografía, y el cuadrado o rectángulo de papel que contiene alguna imagen inmóvil, es otra realidad, por desgracia fragmentada, pero, al menos, siempre indefinida. Esta indefinición nos obliga a culminar las historias que contiene cada rostro, como si fueran un libro cuyos párrafos se niegan a tener un punto final. Y este hombre en el fondo de la fotografía también niega el ocaso de la luz, también niega su punto final. Persevera en la vida a través de tenues destellos, y parece decir, con ojos severos, aunque tocados por la tristeza: “No entres dócilmente en la quieta noche”. La fotografía es de mi padre, de mi padre muerto.

domingo, 22 de junio de 2008

Conversación con Don Diego Portales

El futuro de la nación está en la voluntad y en el trabajo

Felipe Labbé.

No es fácil calibrar el genio de un hombre, sobretodo en un país como Chile. La envidia actúa restando méritos y las lenguas insidiosas echan a correr rumores infundados que enlodan el retrato de los grandes hombres. Sin embargo, decir de don Diego Portales como el constructor de la nación chilena sería decir lo justo, aunque suene a exageración. El ministro nos habla del Estado que Chile necesita, enfundado en la seriedad que le caracteriza, aunque de vez en cuando la compostura se vea disipada por la gracia natural que se desprende de algunas de sus chanzas.

F.L.: Mientras la juventud mezclaba sus preciosos años en la vida política de un país que recién daba sus primeros pasos como nación independiente, Usted demostraba indeferencia frente a los problemas de orden público. Indiferencia que se tornó en preocupación activa una vez que sus empresas y, principalmente su Sociedad comercial, se vieron arruinados en un mal negocio con el Estado. Cuéntenos de sus primeros pasos en la política.

D.P.: Tal vez la especulación y el comercio no son más que juegos cuyas reglas fueron hechas para desmoralizar y destruir al próspero, antes bien que buscar el progreso de un país. Estas reglas son caprichosas. Hacen de los hombres lo mismo que el alcohol: lo emborrachan y destruyen su voluntad. De ahí en más, toda rigurosidad y disciplina se trueca en pusilanimidad, en flojera, y aquél que pudo ser un trabajador honrado, es decir, exitoso, se transforma en un vicioso ávido ya no de éxito sino de fortuna. En vez de trabajo, inspiración. De modo que la principal virtud de un hombre de negocios es su astucia. Ahora se le llama “visión”. Un hombre “visionario” es más apetecido que diez hombres esforzados. Mientras el primero no es más que un bribón tocado por la suerte, los otros carecen del talento para conocer los vaivenes de la especulación. La política no se diferencia mayormente. De hecho, quién es hábil económicamente, podrá fácilmente labrarse un camino hacia algún sillón en el Congreso, en algún Ministerio o, si ha tocado las manos correctas, mostrado sumisión frente a los altos funcionarios de entidades o logias secretas, tendrá reservado el lugar principal de la República: la presidencia. A todo este truculento escenario se suma la situación en que Cea y yo firmamos los contratos con el Estado: una simple y total anarquía. El desorden reinaba. La manifestación evidente: cerca de tres o cuatro constituciones entre 1823 y 1828. Nuestra clase política, en vez de buscar la solución definitiva a un grave problema, buscaba ganar tiempo con la redacción de constituciones que no tenían otra intención que lograr una pizca de paz entre la turbulencia. No sabían que toda ley escrita carece de eficacia si no está respaldada por el peso de la noche que es la sociedad chilena. Ninguna importancia tiene el papel si no altera la realidad misma de los ciudadanos. En otras palabras, toda ley debe ser redactada siguiendo el camino trazado por las costumbres; si en el plano de las costumbres de una sociedad hay imperfecciones, entonces deben acudir los juristas y los congresos a corregirlas, secundados por un poder ejecutivo que vele por el cumplimiento según lo establecido por la ley hasta erradicar las impurezas de las costumbres. En suma, las constituciones de este período crearon las condiciones para que continuara el estado de anarquía generalizado. Así las cosas, es imposible el progreso de una nación. Por lo demás, ya estaba metido hasta el cogote en los intrincados pasajes de la política luego del negocio frustrado como para retirarme y lavarme las manos. Siempre fui un patriota.

F.L.: Sabido es que Usted no sólo propugnó, sino que decididamente impuso un sistema de gobierno, basado en la autoridad del presidente, que tuvo la virtud de “ordenar la casa”, disminuyendo la esfera de influencia de la anarquía.

D.P.: Veníamos saliendo de una monarquía, es cierto. Lo paradójico es que la independencia como nación, obtenida mediante la espada, no se consumaría sino por medio de otra monarquía, la del Presidente. La independencia nos legó, aparte de un sentimiento de deber por la patria, un caos producido tanto por nuestra incompetencia como por nuestra inexperiencia política. Entonces, debíamos esperar a que los años nos donaran experiencia, para luego combatir la mediocridad tan abundante en nuestra sociedad por medio de la disciplina y el rigor. Que me perdone O’higgins, que me perdone Carrera, pero la única manera de corregir la flojera y la mediocridad es por medio de un régimen autoritario, inflexible con las faltas que derivan de una irresponsabilidad. Sólo una personalidad fuerte podría enmendar los atentados contra el deber que impiden el libre desarrollo de una nación. La historia ha demostrado que la lealtad frente a la figura del Monarca es siempre la vía más segura para obtener el óptimo funcionamiento de un grupo humano. Por lo demás, la estabilidad de un grupo humano descansa sobre las cualidades que impone un carácter fuerte: el líder natural. Yo hubiese deseado que Chile forjara su propia monarquía, lo cual, dicho en 1830, no habría sido más que una blasfemia.

F.L.: Es decir, que la abolición de la anarquía requiere de un líder natural, un gran monarca o, como Carlyle lo llamaría, un Héroe. Pero, ¿cómo lograr la confianza en un Presidente elegido por voto popular y no por la lealtad, principio ético fundamental en toda sociedad que ve en su rey a su legítimo gobernador?

D.P.: Las guerras de independencia habrán sido en vano, la sangre de patriotas derramada sería inútil si pensáramos en la restauración de una monarquía. La modernidad surge ahí cuando niega el régimen monárquico y se instituye el voto popular. Lo que yo quiero decir cuando hablo de una monarquía forjada en Chile, es que el Presidente de la República debía poseer todos los atributos que poseían los viejos monarcas desde el Imperio Romano hasta los imperios y reinados europeos de la época medieval. Es decir, el presidente debía poseer atributos propios de un monarca, sobretodo ahí cuando su autoridad se vuelve incuestionable. La serie de constituciones que fueron redactadas en Chile en la década del 1820 a 1830 es producto de la falta de una voluntad de ser. Ni Freire, ni José Miguel Infante con su idea de federalismo fueron hombres capaces de dirigir los destinos de una nación de modo que en ésta cesaran la turbulencia y el caos propios de un país que recién tenía conciencia de su propia soberanía. El problema de fondo en los países americanos es que no tenemos una noción definida del concepto de libertad. Asociamos fácilmente el concepto de rey al de servidumbre o vasallaje. En cambio, creemos que ser libres implica la ausencia del monarca. De ahí que la independencia del país, es decir, la libertad, degeneró rápidamente en caos, pues, si el rey de España ya no es más nuestro guía, ¿quién entonces? En consecuencia, debíamos concebir una República paternalista que generara no sólo confianza en la sociedad, sino, lo más importante, lealtad. El método: otorgar atribuciones, poder, a la figura del presidente. Ahora bien, esta figura presidencial similar en poder a los viejos monarcas, figura autoritaria, debe quedar fuera del alcance de las ambiciones egoístas de los hombres. El gran presidente, rey o líder natural de un pueblo, es aquél que trabaja en función del progreso de la nación y no de sus intereses. Finalmente, debemos devoción no sólo a la encarnación de un cargo público como la presidencia, sino al Estado. Todas nuestras fuerzas deben estar enfocadas, con fanatismo e intolerancia, hacia la búsqueda del bien en conjunto como nación. Hemos de eliminar cualquier pretensión que atente contra el desarrollo, siempre pensado y ordenado, de la nación. Ya lo dije una vez, y lo vuelvo a repetir: si mi padre hiciera revoluciones, a mi padre fusilaría.

F.L.: La disciplina como principal móvil para lograr una sociedad virtuosa. Haría la falta de un titán para conseguir semejantes resultados. Miguel Serrano ha dicho que, en cierto sentido, Usted lo fue, cuando escribe de su persona como “un ser altamente dotado (…) librando la más poderosa batalla contra la tierra e imponiendo hasta el presente su propia ley frente al paisaje”. Agrega que fue su Usted el que conformó casi toda nuestra historia en esta América informe, otorgándonos un estilo y estructura comprable con la de algunos pueblos europeos.

D.P.: Tal vez se trata de eso: otorgar una forma, probablemente europea, a la América informe. Mi labor podría definirse así, a grandes rasgos. No sé si he sido un titán luchando contra el paisaje; pero claro está que el clima psicológico de Chile es extraño, pesado, angustioso, que tira hacia abajo siempre, hacia lo informe, hacia el abismo. Lo sin forma, lo telúrico, la dejadez, la “gana”, dominan al chileno. Todo lo que sobresale en este denso clima está condenado a la envidia, al “chaqueteo” y a ser deplorado simplemente por ser destacado y por tener una forma definida. De las mentes de los hombres fluye la angustia y el odio por lo bello y lo fuerte. En ese sentido podríamos hablar de una influencia del territorio: somos un país de montañas, como habitantes de un hoyo en que nos asfixiamos; un hoyo angustioso y penitente. Caer entre las paredes que conforman las montañas significa caer en aguas turbulentas, en la lentitud de provincia, siempre melancólica. El alcohol ha hecho otro tanto. Es difícil hallar hombres con la voluntad suficiente como para mover esas montañas y construir sobre la mediocridad que impera en estas regiones del fin de mundo. Acaso sea ése mi legado: el del culto por el trabajo que sea capaz de remover los aletargados y nublados semblantes de los hombres borrachos. De modo que es deber del Estado tornarse en céfiros capaces de refrescar la lentitud de la pereza, transformando a los hombres en instrumentos de mejoramiento de la nación. Acaso el método para lograr dicha meta sea la educación entendida no como acumulación de conocimientos dispersos condenados al olvido, sino como el adiestramiento y formación del carácter. En los colegios los jóvenes deben aprender a valorar el trabajo que realizan como el producto de una fuerza de voluntad, de modo que se cree una conciencia del valor que posee la responsabilidad. Una sociedad en que el trabajo sea más importante que el valor de un sueldo, es decir, en que los hombres trabajen pensando en el fruto que están forjando antes que en el dinero, será el gran paso hacia niveles de desarrollo insospechados. Así debería crearse una competencia saludable en todo grupo humano, cuya principales reglas no estarán dictadas desde la astucia y la hipocresía, sino desde el honor y la virtud. El estado debe crear las condiciones para que la sociedad sea virtuosa en este sentido. La clave está en la disciplina y en el rigor.

domingo, 18 de mayo de 2008

Sobre la inutilidad de los libros

Felipe Labbé

Hablar de la inutilidad de la literatura supone, de antemano, negar las concepciones de un José Victorino Lastarria, por citar un ilustre y acérrimo defensor de la utilidad de los libros. En su célebre disurso de 1842, propone la imperiosidad de la lectura en base a dos ideas principales: "nosotros [los escritores] debemos pensar en sacrificarnos por la utilidad de la patria". Este sacrifcio tiene como objetivo la educación del pueblo, es decir, la literatura posee una función didáctica, de modo que no es más ni menos que la expresión de la sociedad. Ahí su error. Estas postulaciones no tardaron en hallar su antitesis: el arte por el arte, su deshumanización, el "libro" de Mallarmé, la poesía pura y gran parte de la vanguardia de principios del siglo XX, quénes, cual más, cual menos, pretendían que la vida y sus peculiaridades nada tenían que ver con la esfera intocable del arte. Los más radicales, pretendían que el arte fuese la negación de la vida. Para nosotros, ni lo uno, ni lo otro. Los libros no forman caracteres ni definen la silueta de la personalidad, como quería el discípulo de Bello; por otra parte, la literatura es respirar más hondamente la vida, de modo que no puede ser su negación. El problema surje cuando hablamos de "función". Otorgarle una función específica a un libro es pedirle mucho menos de lo que puede ofrecer. En suma, pedirle cuentas a la literatura supone su cosificación.

Schopenhauer ha escrito sobre el arte que su principal función reside ahí cuando no es más que inutilidad, y que, precisamente por esa inutilidad, es que se nos hace imperioso seguir haciendo arte. Por otra parte, el escritor es un irresponsable cuando escribe. Y es un irresponsable por el simple motivo de que el “otro” le interrumpe mientras escribe. El “otro” no puede interrumpirle ni ser un juez mientras se desarrolla el acto de la escritura. Cada párrafo es una batalla solitaria que el escritor entabla con el lenguaje y con sus propios demonios. De ahí que derivemos en la inutilidad de la literatura. De modo que el sentido se abre ahí cuando nos dedicamos a pensar la naturaleza de la inutilidad. Qué es lo inútil, y por qué Schopenhauer escribe que es imperiosa la necesidad de seguir continuando con una actividad que no se plantea como objetivo directo obtener una incidencia en la realidad. ¿Literatura al servicio de una revolución o “compromiso político”, dirán los abogados? Deviene, como ya se ha demostrado en varios sectores de la historia del siglo XX, en mero folletín de propaganda. No es más que caducidad, retórica con fecha de vencimiento. Kafka es otra cosa. Borges, Joyce, Thomas Mann, Pound, etc. Ahí donde la escritura trafica con algunas cosas eternas, intemporales, es donde hallamos el máximo grado de inutilidad, sobretodo en términos políticos, como quería, en el fondo, Lastarria. Y es que no debemos desconocer una realidad desconcertante: cuando se busca una función para la literatura, teniendo como objetivo el progreso humano, es el momento en que literatura y política revientan en una discusión estéril. Es en este momento cuando los libros no sirven para absolutamente nada; acaso para el regocijo de un estudiante encerrado en su habitación con un libro de Thomas Merton. La pregunta central, entonces: ¿está la solución para el mundo y para el hombre en las páginas de Merton? Inútil. No la hay. De tanto buscar se nos olvida lo que buscábamos.

La inutilidad: obviamente, lo que no posee utilidad alguna. No hay un “para qué” en la escritura. He ahí, creemos, el principal error del lector que cree hallar utilidades en un libro. Un error de apreciación, de enfoque. Por el contrario, la literatura abunda en “por qués”, en razones primeras; metafísicas, diría Aristóteles. ¿Le importa al primer ministro inglés en tiempos de guerra la existencia de Dios? Lo ignoramos, pero sabemos que no buscaría la solución a cierto conflicto en las páginas de Milton, por ejemplo. No obstante, si ese primer ministro inglés leyera algunas páginas de Keats, o acaso de Blake, desprovisto de todo interés que interfiera en la inocencia del que lee, tal vez, sólo tal vez, hallaría una solución inesperada: la solución del que halla sin la necesidad de haber buscado. Ya lo decía Píndaro: “Ni por mar ni por tierra hallarás el camino que lleva a los hiperbóreos”. Nosotros lo adaptamos: “Ni por mar ni por tierra hallarás utilidades en los libros”.


El escritor que quiere incidir en la profundidad del hombre y su realidad ni siquiera se lo propone como meta. Sabe que su libro acaso no será leído por nadie, y sin embargo persevera en su actitud. Kafka es un paradigma en este sentido. Pessoa es otro. Uno dispuesto a quemar todos sus escritos. El otro que los encierra en un baúl. ¿Para qué iba a importarles la función de la literatura? Sin embargo, son ellos, con su actitud aparentemente egoísta, quienes son capaces de decir algo realmente útil sobre la vida. No la receta para ser mejores personas, ni para obtener un mayor sueldo, sino para ser cada vez más humanos, con todo lo que esto significa, y punto. Seguiremos leyendo sus páginas así como leemos las de Homero o Virgilio. ¿Y todo esto para qué? Absolutamente para nada, pero absolutamente para todo. El lector no será más educado, sino más hombre; en vez de un cambio cuantitativo, uno cualitativo; en vez de abarcar más, simplemente profundizar. Leer es tratar con cosas eternas.

De más está decir que no hemos descubierto la América. En el fondo, el gran escritor sabe, de antemano, que es póstumo. El gran escritor sabe que escribir es una guerra estéril y absolutamente propia. El gran escritor es solitario y mientras fragua sus párrafos con la mano derecha, con la izquierda firma un contrato con la eternidad. En el fondo, la literatura no posee una función, como sí la poseen todos esos objetos que entran en la categoría de adminículos. Los libros ofrecen una instancia para que el mundo sea más mundo. ¿Plenitud? Si pudieramos decir impúnemente que la literatura es un diálogo con lo sagrado, esa sería la definición que andábamos buscando.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Martes 13, gatos negros y espejos rotos

Superticiones, presagios, sortilegios, brujerías: la trascendencia escondida en la cotidianeidad

Felipe Labbé

Es Martes 13, día por antonomasia de la mala suerte mundial. Más de alguna vieja no asoma sus narices a la calle y, probablemente, no tiene la más mínima intención de abandonar sus tibias frazadas. ¿Para qué? Mejor es prevenir que lamentar. Nada hay más saludable que el calor de las sábanas para enfrentar los malos hados. Quisiera pensar en los aeropuertos. No en los aviones, que muy posiblemente ni se enteran del calendario, sino de los rostros incrédulos que dejan sus maletas en las máquinas de los controles de aduana. Todo en sus ojos es confianza, rutina. ¿No pensó esa hermosa señora o dignísimo caballero que no debían viajar en un día como hoy? A ellos, viajeros que abandonan la tierra, no le interesan las superticiones, pues, tal vez, no poseen fundamento. En otra escena urbana, el baile de los utensilios de comida está en el clímax. El menú del día de un restorán despertó el apetito de un hombre sencillo, trabajador, honrado, como abundan en nuestras ciudades. Su paladar, esa inflexible aduana que no tranza con malos gustos, decide que al bocadillo le hace falta un poco de sal. Curiosamente, su mesa está desprovista del divino mineral. Decide pedir el salero a su acompañante. Éste, de fresca mirada, pícaro a fuerza de inocencia, que, por lo demás, no está iniciado en las superticiones populares, sostiene distraídamente el salero hasta que observa que nuestro honrado comensal no se decide a tomar el objeto de sus manos. Insiste. Luego, recibe la observación: "Deja el salero en la mesa, si no quieres discutir conmigo. Por lo demás, dicen que es de mala suerte".

En el mes de Agosto, los gatos negros. Un niño en la calle se detiene asombrado ante la visión de uno de estos felinos, portadores de malos agüeros. El animal cruza la calle, apurado por la bocina de un vehículo. Nuestro niño queda petrificado, inerte. Los ojos desorbitados, decide no dar ni un sólo paso. Una mala jugada y sería el portador de una enfermedad corrosiva, contagiosa y de difícil curación: la mala suerte.

En este pequeño compendio, no pueden faltar los espejos rotos. Es difícil no imaginar a la muchachita vanidosa, ejemplar abundante en estas tierras. Podría gastar horas buscando imperfecciones en su reflejo. Y si la observadora no es muy agraciada, las h oras serían empleadas en buscar alguna pequeña perfección. De pronto, el estruendo. No uno, ni dos: ¡Siete años de mala suerte! Vanidad de vanidades: tragedia de tragedias; haría falta el genio de un Esquilo para retratar la escena. Así ocurre con los vidrios; ellos están cargados con malos hados. ¡Que los amantes en una cena romática no olviden, al chocar sus vasos, mirarse a los ojos, pues serían siete años de mal sexo! Ya tendremos tiempo de hablar acerca de las escaleras.

Pero, señores, no piensen ustedes que sólo en nuestras tierras gozamos con estas peculiaridades. La sociedad inglesa del siglo XVIII, por ejemplo, era profusa en paganismos. Que lo diga Joseph Adison: "He sabido que el paso de una estrella fugaz echó a perder el descanso de una noche; y he visto a un hombre enamorado ponerse pálido y perder el apetito, por el fracaso al tirar de un hueso de la pechuga de un ave." Y es que la supertición es patrimonio del hombre universal. Y lo es por una razón sencilla: sabemos mucho sobre biología, química y literatura; un poco de física cuántica, de poetas anglosajones y judaicos de la era medieval en España; sabemos algunas cosas de geometría, de átomos, de los anillos de Saturno, pero jamás hemos logrado un acuerdo sobre las ignotas geografías que oculta el velo de la muerte. ¿Dios? Si bien el Cristo nos enseñó un par de cosas, sigue siendo el mayor misterio del cosmos. Somos el producto de la incertidumbre. De ahí la búsqueda, a veces inconciente, de lograr alguna certeza sobre la cual edificar los días; lo más hablan de suerte. Otros, resignados, lo llaman destino. Lo más escépticos, azar. Los existencialistas, caos. Todas estas formas no son más que el intento humano, demasiado humano por hallar un sentido: he ahí el orgen de las superticiones.

Infundados o no, los sortilegios, los sinos y los agüeros agregan un dulce matiz al transcurrir del calendario. Y, de todas maneras, es mejor evitar levantarse con el pie izquierdo. Por otro lado no estaría de más encomendarse con suma devoción a las célebres patas de conejo o adquirir en su tienda más cercana el amuleto que más sea de su agrado. Dicen que pisar excremento de perro da buena suerte. Lo mismo ser defecado por una ploma. Nuestro amigo inglés Joseph Adison prefiere otros métodos: "No conozco más que una manera de fortalecer mi espíritu contra esos sombríos presagios y terrores del pensamiento, y es asegurarme la amistad y la protección del Ser que dispone de los acontecimientos y gobierna el futuro". No se puede olvidar que para los católicos Dios es un sentido.




martes, 18 de marzo de 2008

Una pintura de la felicidad

Según relata Orhan Pamuk, el poeta Nazim el Rubio de Ram tuvo la perniciosa ocurrencia de esbozar visualmente la feliciad. Ignoramos si semejante empresa llegó a buen puerto. Lo que no ignoramos es que pintar la felicidad ha de ser como abrir la caja de Pandora, logrando como resultado algo absolutamente opuesto a lo que creímos era el impulso inicial. Sea como fuere, Pamuk se hace cargo del problema, pleno de reticencias y dudas, cuando describe su pintura de la felicidad: "Sé perfectamente cómo tendría que hacerse. Querría que se pintara una madre con dos hijos; me gustaría que mientras el pequeño, al que la madre sostiene en su regazo dándole de mamar sonriente, chupaba sonriendo feliz el enorme pezón, la mirada del hijo mayor, ligeramente envidioso, y la de la madre se entrecruzaran. Me gustaría ser la madre en esa pintura y que se hiciera a la manera de los antiguos maestros de Herat, capaces de detener el tiempo pintando al pájaro del cielo como si volara, pero también mostrándolo feliz eternamente suspendido en el aire. Lo sé, no es facil. "
Tampoco es fácil comprender la enigmática mirada que se ofrecen aquella madre y su hijo mayor, a medias celoso, a medias desconcertado. No sabemos qué piensan ambos personajes, pero hemos de intuir que son felices siendo cómplices de un secreto que sólo ellos conocen, mientras el espacio es una indescriptible ausencia de tiempo. Acaso Pamuk pensaba en la eternidad cuandó esbozó su cuadro. Eternidad comprendida como la levedad de un espíritu desprovisto de conciencia y de todos los dolores que anidan en la materia temporal, por ende, corruptible, etc. Y en medio de ese mar apacible, un temblor, una fugaz preocupación que nos recuerda, con timidez, algún dolor extraviado que persiste en enrostrarnos que la felicidad no es sino un estado transitorio, un segundo entre siglos, una isla desamparada, una tregua...: he ahí la mirada cargada de celos de aquel hijo mayor, de un Caín, por ejemplo, en los momentos previos a consumar su crimen.
No somos dignos de pintar la felicidad, pues hallamos la comodidad en las desgracias. Os describiré mi lienzo: Una madre de ojos amarillos, gorda y con sus pómulos pronunciados, estrecha con sus brazos el cadáver de su hijo, pálido, aunque surcado por riachuelos de sangre que se esparcen por la tierra formando algunas pozas. Unos metros más allá el arma asesina; no importa si un puñal o una pistola. A lo lejos, una sombra, de espalda al espectador, mirando al cielo con los brazos en alto. Intuimos que es el asesino; no sabemos que es su propio hermano. Por último, el cielo -azul profundo interrumpido por tonalidades claras- tiembla frente al acto de perdón que se ha consumado, vibrando la creación entera. Así habría de componer mi cuadro. Me explico.
Sólo es posible hablar de felicidad en la medida en que no somos felices. De otro modo y como se pregunta Anguita: ¿Necesita explicación un beso para el que lo goza plenamente? La pregunta de Nazim sobre cómo hemos de pintar la felicidad sólo es posible para aquel que es desgraciado, pues requiere de una respuesta que lo evada de su precariedad. Mera lógica. Si Pamuk habitara en el Paraíso, poco y nada le importaría ser pintor; primero, ha ser un intenso trabajo ser el catador de las delicias que ostenta un lugar como aquél, además de las charlas que emprendería con la serpiente. En tal caso, pensar en la felicidad sería una traición a sí mismo, tanto como pensar en una desgracia. En cambio, el dolor de una desdicha es el presagio, el prólogo de la felicidad. Cada vez que nos asola una tormenta, miramos al cielo y pedimos un poco de paz; es entonces el momento en que pensamos en los días felices, nostálgicos de un mundo que anhelamos; luego, el arte: los pinceles, la paleta de colores y una visión que va poblando la superficie del lienzo.