Superticiones, presagios, sortilegios, brujerías: la trascendencia escondida en la cotidianeidad
Felipe Labbé
Es Martes 13, día por antonomasia de la mala suerte mundial. Más de alguna vieja no asoma sus narices a la calle y, probablemente, no tiene la más mínima intención de abandonar sus tibias frazadas. ¿Para qué? Mejor es prevenir que lamentar. Nada hay más saludable que el calor de las sábanas para enfrentar los malos hados. Quisiera pensar en los aeropuertos. No en los aviones, que muy posiblemente ni se enteran del calendario, sino de los rostros incrédulos que dejan sus maletas en las máquinas de los controles de aduana. Todo en sus ojos es confianza, rutina. ¿No pensó esa hermosa señora o dignísimo caballero que no debían viajar en un día como hoy? A ellos, viajeros que abandonan la tierra, no le interesan las superticiones, pues, tal vez, no poseen fundamento. En otra escena urbana, el baile de los utensilios de comida está en el clímax. El menú del día de un restorán despertó el apetito de un hombre sencillo, trabajador, honrado, como abundan en nuestras ciudades. Su paladar, esa inflexible aduana que no tranza con malos gustos, decide que al bocadillo le hace falta un poco de sal. Curiosamente, su mesa está desprovista del divino mineral. Decide pedir el salero a su acompañante. Éste, de fresca mirada, pícaro a fuerza de inocencia, que, por lo demás, no está iniciado en las superticiones populares, sostiene distraídamente el salero hasta que observa que nuestro honrado comensal no se decide a tomar el objeto de sus manos. Insiste. Luego, recibe la observación: "Deja el salero en la mesa, si no quieres discutir conmigo. Por lo demás, dicen que es de mala suerte".
En el mes de Agosto, los gatos negros. Un niño en la calle se detiene asombrado ante la visión de uno de estos felinos, portadores de malos agüeros. El animal cruza la calle, apurado por la bocina de un vehículo. Nuestro niño queda petrificado, inerte. Los ojos desorbitados, decide no dar ni un sólo paso. Una mala jugada y sería el portador de una enfermedad corrosiva, contagiosa y de difícil curación: la mala suerte.
En este pequeño compendio, no pueden faltar los espejos rotos. Es difícil no imaginar a la muchachita vanidosa, ejemplar abundante en estas tierras. Podría gastar horas buscando imperfecciones en su reflejo. Y si la observadora no es muy agraciada, las h oras serían empleadas en buscar alguna pequeña perfección. De pronto, el estruendo. No uno, ni dos: ¡Siete años de mala suerte! Vanidad de vanidades: tragedia de tragedias; haría falta el genio de un Esquilo para retratar la escena. Así ocurre con los vidrios; ellos están cargados con malos hados. ¡Que los amantes en una cena romática no olviden, al chocar sus vasos, mirarse a los ojos, pues serían siete años de mal sexo! Ya tendremos tiempo de hablar acerca de las escaleras.
Pero, señores, no piensen ustedes que sólo en nuestras tierras gozamos con estas peculiaridades. La sociedad inglesa del siglo XVIII, por ejemplo, era profusa en paganismos. Que lo diga Joseph Adison: "He sabido que el paso de una estrella fugaz echó a perder el descanso de una noche; y he visto a un hombre enamorado ponerse pálido y perder el apetito, por el fracaso al tirar de un hueso de la pechuga de un ave." Y es que la supertición es patrimonio del hombre universal. Y lo es por una razón sencilla: sabemos mucho sobre biología, química y literatura; un poco de física cuántica, de poetas anglosajones y judaicos de la era medieval en España; sabemos algunas cosas de geometría, de átomos, de los anillos de Saturno, pero jamás hemos logrado un acuerdo sobre las ignotas geografías que oculta el velo de la muerte. ¿Dios? Si bien el Cristo nos enseñó un par de cosas, sigue siendo el mayor misterio del cosmos. Somos el producto de la incertidumbre. De ahí la búsqueda, a veces inconciente, de lograr alguna certeza sobre la cual edificar los días; lo más hablan de suerte. Otros, resignados, lo llaman destino. Lo más escépticos, azar. Los existencialistas, caos. Todas estas formas no son más que el intento humano, demasiado humano por hallar un sentido: he ahí el orgen de las superticiones.
Infundados o no, los sortilegios, los sinos y los agüeros agregan un dulce matiz al transcurrir del calendario. Y, de todas maneras, es mejor evitar levantarse con el pie izquierdo. Por otro lado no estaría de más encomendarse con suma devoción a las célebres patas de conejo o adquirir en su tienda más cercana el amuleto que más sea de su agrado. Dicen que pisar excremento de perro da buena suerte. Lo mismo ser defecado por una ploma. Nuestro amigo inglés Joseph Adison prefiere otros métodos: "No conozco más que una manera de fortalecer mi espíritu contra esos sombríos presagios y terrores del pensamiento, y es asegurarme la amistad y la protección del Ser que dispone de los acontecimientos y gobierna el futuro". No se puede olvidar que para los católicos Dios es un sentido.
Felipe Labbé
Es Martes 13, día por antonomasia de la mala suerte mundial. Más de alguna vieja no asoma sus narices a la calle y, probablemente, no tiene la más mínima intención de abandonar sus tibias frazadas. ¿Para qué? Mejor es prevenir que lamentar. Nada hay más saludable que el calor de las sábanas para enfrentar los malos hados. Quisiera pensar en los aeropuertos. No en los aviones, que muy posiblemente ni se enteran del calendario, sino de los rostros incrédulos que dejan sus maletas en las máquinas de los controles de aduana. Todo en sus ojos es confianza, rutina. ¿No pensó esa hermosa señora o dignísimo caballero que no debían viajar en un día como hoy? A ellos, viajeros que abandonan la tierra, no le interesan las superticiones, pues, tal vez, no poseen fundamento. En otra escena urbana, el baile de los utensilios de comida está en el clímax. El menú del día de un restorán despertó el apetito de un hombre sencillo, trabajador, honrado, como abundan en nuestras ciudades. Su paladar, esa inflexible aduana que no tranza con malos gustos, decide que al bocadillo le hace falta un poco de sal. Curiosamente, su mesa está desprovista del divino mineral. Decide pedir el salero a su acompañante. Éste, de fresca mirada, pícaro a fuerza de inocencia, que, por lo demás, no está iniciado en las superticiones populares, sostiene distraídamente el salero hasta que observa que nuestro honrado comensal no se decide a tomar el objeto de sus manos. Insiste. Luego, recibe la observación: "Deja el salero en la mesa, si no quieres discutir conmigo. Por lo demás, dicen que es de mala suerte".
En el mes de Agosto, los gatos negros. Un niño en la calle se detiene asombrado ante la visión de uno de estos felinos, portadores de malos agüeros. El animal cruza la calle, apurado por la bocina de un vehículo. Nuestro niño queda petrificado, inerte. Los ojos desorbitados, decide no dar ni un sólo paso. Una mala jugada y sería el portador de una enfermedad corrosiva, contagiosa y de difícil curación: la mala suerte.
En este pequeño compendio, no pueden faltar los espejos rotos. Es difícil no imaginar a la muchachita vanidosa, ejemplar abundante en estas tierras. Podría gastar horas buscando imperfecciones en su reflejo. Y si la observadora no es muy agraciada, las h oras serían empleadas en buscar alguna pequeña perfección. De pronto, el estruendo. No uno, ni dos: ¡Siete años de mala suerte! Vanidad de vanidades: tragedia de tragedias; haría falta el genio de un Esquilo para retratar la escena. Así ocurre con los vidrios; ellos están cargados con malos hados. ¡Que los amantes en una cena romática no olviden, al chocar sus vasos, mirarse a los ojos, pues serían siete años de mal sexo! Ya tendremos tiempo de hablar acerca de las escaleras.
Pero, señores, no piensen ustedes que sólo en nuestras tierras gozamos con estas peculiaridades. La sociedad inglesa del siglo XVIII, por ejemplo, era profusa en paganismos. Que lo diga Joseph Adison: "He sabido que el paso de una estrella fugaz echó a perder el descanso de una noche; y he visto a un hombre enamorado ponerse pálido y perder el apetito, por el fracaso al tirar de un hueso de la pechuga de un ave." Y es que la supertición es patrimonio del hombre universal. Y lo es por una razón sencilla: sabemos mucho sobre biología, química y literatura; un poco de física cuántica, de poetas anglosajones y judaicos de la era medieval en España; sabemos algunas cosas de geometría, de átomos, de los anillos de Saturno, pero jamás hemos logrado un acuerdo sobre las ignotas geografías que oculta el velo de la muerte. ¿Dios? Si bien el Cristo nos enseñó un par de cosas, sigue siendo el mayor misterio del cosmos. Somos el producto de la incertidumbre. De ahí la búsqueda, a veces inconciente, de lograr alguna certeza sobre la cual edificar los días; lo más hablan de suerte. Otros, resignados, lo llaman destino. Lo más escépticos, azar. Los existencialistas, caos. Todas estas formas no son más que el intento humano, demasiado humano por hallar un sentido: he ahí el orgen de las superticiones.
Infundados o no, los sortilegios, los sinos y los agüeros agregan un dulce matiz al transcurrir del calendario. Y, de todas maneras, es mejor evitar levantarse con el pie izquierdo. Por otro lado no estaría de más encomendarse con suma devoción a las célebres patas de conejo o adquirir en su tienda más cercana el amuleto que más sea de su agrado. Dicen que pisar excremento de perro da buena suerte. Lo mismo ser defecado por una ploma. Nuestro amigo inglés Joseph Adison prefiere otros métodos: "No conozco más que una manera de fortalecer mi espíritu contra esos sombríos presagios y terrores del pensamiento, y es asegurarme la amistad y la protección del Ser que dispone de los acontecimientos y gobierna el futuro". No se puede olvidar que para los católicos Dios es un sentido.
1 comentario:
Buen texto. Además, el tema es entretenido y está bien reporteado.
Puntaje: 1,0
Publicar un comentario