Una fotografía. En ella, aprisionado aparece un torso humano; sobre todo eso: una aparición. Es un cuerpo cuyas manos están entrelazadas, como si el personaje principal estuviera ligeramente ansioso, acaso turbado por alguna preocupación lejana, insignificante, pero que insiste en inyectar su banal preocupación en el rostro. Un impecable terno, azul pálido, o acaso gris, de un gris engañoso debido a su profundidad. Una corbata cuya tonalidad oscura se esmera en ser verde, sobretodo en el rayo de luz que la recorre, insinuando un verde más claro, con ribetes plateados. De más está decir que la corbata, bajo el cuello de la camisa, se ajusta con naturalidad a la barbilla, simulando un rigor marcial; rigor que, sin embargo, lejos está de caer en la frivolidad; antes, el tipo proyecta el semblante natural y seguro del hombre que se destaca por su elegancia, que ninguna relación tiene con la vanidad. No obstante, ¿qué sería del muchacho elegante sin una pizca de vanidad? Probablemente sería un espantapájaros bien vestido.
Pero lo más importante es el rostro. Lo demás es prescindible, a excepción de las manos, de las que ya anotamos algunas palabras. Es un rostro que nada posee de extraordinario. Bello a su manera, es decir, que su belleza sólo es perceptible en la medida en que la aceptamos cuando proviene de una cara que guarda algo así como cuarenta y dos años de tormentas, batallas, y alguna que otra temporada de serenidad. ¡Ah esa calma!, la paz de los vencidos. Y he aquí que la foto encierra a un derrotado: un buen burgués en apariencia; en el fondo, un soldado corajudo. Pero que no se malinterprete: este hombre inmóvil nada sabe de táctica militar; es sólo que, al fin y al cabo, la vida obtiene placer del dolor que imprime en algunos seres humanos; y como ya se puede adivinar, el hombre de la fotografía es uno de ellos. Acaso en su tumba se debe tallar, a modo de epitafio, algo así como “a porrazos se aprende”. Pues bien, todo eso dice el rostro y las manos ásperas. Manos gruesas que acusan el esfuerzo del campo y de la tierra, lugares en los que jamás anida la mediocridad.
Algunas noches, siempre las más silenciosas, sobretodo aquellas que niegan el sueño, podríamos pasar horas conversando con una fotografía. Pues bien, esas horas no son, en verdad, más que algunos minutos. La razón es bien sencilla: el tiempo de las fotografías es inverosímil. Suponen una pequeña inmortalidad que se desprende de cada una de las imágenes atesoradas en esos papeles. Al contemplarlas, dejamos de estar solos, y participamos en la magia secreta de cada rostro aprisionado en la fotografía. Ellos hablan mientras nosotros, los de “acá”, enmudecemos. Pues bien, ocurre que, por azar de no se qué sortilegio, a veces, el contemplado asume el papel del contemplador, invirtiendo los planos. Entonces sucede que nosotros somos la fotografía, y el cuadrado o rectángulo de papel que contiene alguna imagen inmóvil, es otra realidad, por desgracia fragmentada, pero, al menos, siempre indefinida. Esta indefinición nos obliga a culminar las historias que contiene cada rostro, como si fueran un libro cuyos párrafos se niegan a tener un punto final. Y este hombre en el fondo de la fotografía también niega el ocaso de la luz, también niega su punto final. Persevera en la vida a través de tenues destellos, y parece decir, con ojos severos, aunque tocados por la tristeza: “No entres dócilmente en la quieta noche”. La fotografía es de mi padre, de mi padre muerto.
Pero lo más importante es el rostro. Lo demás es prescindible, a excepción de las manos, de las que ya anotamos algunas palabras. Es un rostro que nada posee de extraordinario. Bello a su manera, es decir, que su belleza sólo es perceptible en la medida en que la aceptamos cuando proviene de una cara que guarda algo así como cuarenta y dos años de tormentas, batallas, y alguna que otra temporada de serenidad. ¡Ah esa calma!, la paz de los vencidos. Y he aquí que la foto encierra a un derrotado: un buen burgués en apariencia; en el fondo, un soldado corajudo. Pero que no se malinterprete: este hombre inmóvil nada sabe de táctica militar; es sólo que, al fin y al cabo, la vida obtiene placer del dolor que imprime en algunos seres humanos; y como ya se puede adivinar, el hombre de la fotografía es uno de ellos. Acaso en su tumba se debe tallar, a modo de epitafio, algo así como “a porrazos se aprende”. Pues bien, todo eso dice el rostro y las manos ásperas. Manos gruesas que acusan el esfuerzo del campo y de la tierra, lugares en los que jamás anida la mediocridad.
Algunas noches, siempre las más silenciosas, sobretodo aquellas que niegan el sueño, podríamos pasar horas conversando con una fotografía. Pues bien, esas horas no son, en verdad, más que algunos minutos. La razón es bien sencilla: el tiempo de las fotografías es inverosímil. Suponen una pequeña inmortalidad que se desprende de cada una de las imágenes atesoradas en esos papeles. Al contemplarlas, dejamos de estar solos, y participamos en la magia secreta de cada rostro aprisionado en la fotografía. Ellos hablan mientras nosotros, los de “acá”, enmudecemos. Pues bien, ocurre que, por azar de no se qué sortilegio, a veces, el contemplado asume el papel del contemplador, invirtiendo los planos. Entonces sucede que nosotros somos la fotografía, y el cuadrado o rectángulo de papel que contiene alguna imagen inmóvil, es otra realidad, por desgracia fragmentada, pero, al menos, siempre indefinida. Esta indefinición nos obliga a culminar las historias que contiene cada rostro, como si fueran un libro cuyos párrafos se niegan a tener un punto final. Y este hombre en el fondo de la fotografía también niega el ocaso de la luz, también niega su punto final. Persevera en la vida a través de tenues destellos, y parece decir, con ojos severos, aunque tocados por la tristeza: “No entres dócilmente en la quieta noche”. La fotografía es de mi padre, de mi padre muerto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario