El futuro de la nación está en la voluntad y en el trabajo
Felipe Labbé.
No es fácil calibrar el genio de un hombre, sobretodo en un país como Chile. La envidia actúa restando méritos y las lenguas insidiosas echan a correr rumores infundados que enlodan el retrato de los grandes hombres. Sin embargo, decir de don Diego Portales como el constructor de la nación chilena sería decir lo justo, aunque suene a exageración. El ministro nos habla del Estado que Chile necesita, enfundado en la seriedad que le caracteriza, aunque de vez en cuando la compostura se vea disipada por la gracia natural que se desprende de algunas de sus chanzas.
F.L.: Mientras la juventud mezclaba sus preciosos años en la vida política de un país que recién daba sus primeros pasos como nación independiente, Usted demostraba indeferencia frente a los problemas de orden público. Indiferencia que se tornó en preocupación activa una vez que sus empresas y, principalmente su Sociedad comercial, se vieron arruinados en un mal negocio con el Estado. Cuéntenos de sus primeros pasos en la política.
D.P.: Tal vez la especulación y el comercio no son más que juegos cuyas reglas fueron hechas para desmoralizar y destruir al próspero, antes bien que buscar el progreso de un país. Estas reglas son caprichosas. Hacen de los hombres lo mismo que el alcohol: lo emborrachan y destruyen su voluntad. De ahí en más, toda rigurosidad y disciplina se trueca en pusilanimidad, en flojera, y aquél que pudo ser un trabajador honrado, es decir, exitoso, se transforma en un vicioso ávido ya no de éxito sino de fortuna. En vez de trabajo, inspiración. De modo que la principal virtud de un hombre de negocios es su astucia. Ahora se le llama “visión”. Un hombre “visionario” es más apetecido que diez hombres esforzados. Mientras el primero no es más que un bribón tocado por la suerte, los otros carecen del talento para conocer los vaivenes de la especulación. La política no se diferencia mayormente. De hecho, quién es hábil económicamente, podrá fácilmente labrarse un camino hacia algún sillón en el Congreso, en algún Ministerio o, si ha tocado las manos correctas, mostrado sumisión frente a los altos funcionarios de entidades o logias secretas, tendrá reservado el lugar principal de la República: la presidencia. A todo este truculento escenario se suma la situación en que Cea y yo firmamos los contratos con el Estado: una simple y total anarquía. El desorden reinaba. La manifestación evidente: cerca de tres o cuatro constituciones entre 1823 y 1828. Nuestra clase política, en vez de buscar la solución definitiva a un grave problema, buscaba ganar tiempo con la redacción de constituciones que no tenían otra intención que lograr una pizca de paz entre la turbulencia. No sabían que toda ley escrita carece de eficacia si no está respaldada por el peso de la noche que es la sociedad chilena. Ninguna importancia tiene el papel si no altera la realidad misma de los ciudadanos. En otras palabras, toda ley debe ser redactada siguiendo el camino trazado por las costumbres; si en el plano de las costumbres de una sociedad hay imperfecciones, entonces deben acudir los juristas y los congresos a corregirlas, secundados por un poder ejecutivo que vele por el cumplimiento según lo establecido por la ley hasta erradicar las impurezas de las costumbres. En suma, las constituciones de este período crearon las condiciones para que continuara el estado de anarquía generalizado. Así las cosas, es imposible el progreso de una nación. Por lo demás, ya estaba metido hasta el cogote en los intrincados pasajes de la política luego del negocio frustrado como para retirarme y lavarme las manos. Siempre fui un patriota.
F.L.: Sabido es que Usted no sólo propugnó, sino que decididamente impuso un sistema de gobierno, basado en la autoridad del presidente, que tuvo la virtud de “ordenar la casa”, disminuyendo la esfera de influencia de la anarquía.
D.P.: Veníamos saliendo de una monarquía, es cierto. Lo paradójico es que la independencia como nación, obtenida mediante la espada, no se consumaría sino por medio de otra monarquía, la del Presidente. La independencia nos legó, aparte de un sentimiento de deber por la patria, un caos producido tanto por nuestra incompetencia como por nuestra inexperiencia política. Entonces, debíamos esperar a que los años nos donaran experiencia, para luego combatir la mediocridad tan abundante en nuestra sociedad por medio de la disciplina y el rigor. Que me perdone O’higgins, que me perdone Carrera, pero la única manera de corregir la flojera y la mediocridad es por medio de un régimen autoritario, inflexible con las faltas que derivan de una irresponsabilidad. Sólo una personalidad fuerte podría enmendar los atentados contra el deber que impiden el libre desarrollo de una nación. La historia ha demostrado que la lealtad frente a la figura del Monarca es siempre la vía más segura para obtener el óptimo funcionamiento de un grupo humano. Por lo demás, la estabilidad de un grupo humano descansa sobre las cualidades que impone un carácter fuerte: el líder natural. Yo hubiese deseado que Chile forjara su propia monarquía, lo cual, dicho en 1830, no habría sido más que una blasfemia.
F.L.: Es decir, que la abolición de la anarquía requiere de un líder natural, un gran monarca o, como Carlyle lo llamaría, un Héroe. Pero, ¿cómo lograr la confianza en un Presidente elegido por voto popular y no por la lealtad, principio ético fundamental en toda sociedad que ve en su rey a su legítimo gobernador?
D.P.: Las guerras de independencia habrán sido en vano, la sangre de patriotas derramada sería inútil si pensáramos en la restauración de una monarquía. La modernidad surge ahí cuando niega el régimen monárquico y se instituye el voto popular. Lo que yo quiero decir cuando hablo de una monarquía forjada en Chile, es que el Presidente de la República debía poseer todos los atributos que poseían los viejos monarcas desde el Imperio Romano hasta los imperios y reinados europeos de la época medieval. Es decir, el presidente debía poseer atributos propios de un monarca, sobretodo ahí cuando su autoridad se vuelve incuestionable. La serie de constituciones que fueron redactadas en Chile en la década del 1820 a 1830 es producto de la falta de una voluntad de ser. Ni Freire, ni José Miguel Infante con su idea de federalismo fueron hombres capaces de dirigir los destinos de una nación de modo que en ésta cesaran la turbulencia y el caos propios de un país que recién tenía conciencia de su propia soberanía. El problema de fondo en los países americanos es que no tenemos una noción definida del concepto de libertad. Asociamos fácilmente el concepto de rey al de servidumbre o vasallaje. En cambio, creemos que ser libres implica la ausencia del monarca. De ahí que la independencia del país, es decir, la libertad, degeneró rápidamente en caos, pues, si el rey de España ya no es más nuestro guía, ¿quién entonces? En consecuencia, debíamos concebir una República paternalista que generara no sólo confianza en la sociedad, sino, lo más importante, lealtad. El método: otorgar atribuciones, poder, a la figura del presidente. Ahora bien, esta figura presidencial similar en poder a los viejos monarcas, figura autoritaria, debe quedar fuera del alcance de las ambiciones egoístas de los hombres. El gran presidente, rey o líder natural de un pueblo, es aquél que trabaja en función del progreso de la nación y no de sus intereses. Finalmente, debemos devoción no sólo a la encarnación de un cargo público como la presidencia, sino al Estado. Todas nuestras fuerzas deben estar enfocadas, con fanatismo e intolerancia, hacia la búsqueda del bien en conjunto como nación. Hemos de eliminar cualquier pretensión que atente contra el desarrollo, siempre pensado y ordenado, de la nación. Ya lo dije una vez, y lo vuelvo a repetir: si mi padre hiciera revoluciones, a mi padre fusilaría.
F.L.: La disciplina como principal móvil para lograr una sociedad virtuosa. Haría la falta de un titán para conseguir semejantes resultados. Miguel Serrano ha dicho que, en cierto sentido, Usted lo fue, cuando escribe de su persona como “un ser altamente dotado (…) librando la más poderosa batalla contra la tierra e imponiendo hasta el presente su propia ley frente al paisaje”. Agrega que fue su Usted el que conformó casi toda nuestra historia en esta América informe, otorgándonos un estilo y estructura comprable con la de algunos pueblos europeos.
D.P.: Tal vez se trata de eso: otorgar una forma, probablemente europea, a la América informe. Mi labor podría definirse así, a grandes rasgos. No sé si he sido un titán luchando contra el paisaje; pero claro está que el clima psicológico de Chile es extraño, pesado, angustioso, que tira hacia abajo siempre, hacia lo informe, hacia el abismo. Lo sin forma, lo telúrico, la dejadez, la “gana”, dominan al chileno. Todo lo que sobresale en este denso clima está condenado a la envidia, al “chaqueteo” y a ser deplorado simplemente por ser destacado y por tener una forma definida. De las mentes de los hombres fluye la angustia y el odio por lo bello y lo fuerte. En ese sentido podríamos hablar de una influencia del territorio: somos un país de montañas, como habitantes de un hoyo en que nos asfixiamos; un hoyo angustioso y penitente. Caer entre las paredes que conforman las montañas significa caer en aguas turbulentas, en la lentitud de provincia, siempre melancólica. El alcohol ha hecho otro tanto. Es difícil hallar hombres con la voluntad suficiente como para mover esas montañas y construir sobre la mediocridad que impera en estas regiones del fin de mundo. Acaso sea ése mi legado: el del culto por el trabajo que sea capaz de remover los aletargados y nublados semblantes de los hombres borrachos. De modo que es deber del Estado tornarse en céfiros capaces de refrescar la lentitud de la pereza, transformando a los hombres en instrumentos de mejoramiento de la nación. Acaso el método para lograr dicha meta sea la educación entendida no como acumulación de conocimientos dispersos condenados al olvido, sino como el adiestramiento y formación del carácter. En los colegios los jóvenes deben aprender a valorar el trabajo que realizan como el producto de una fuerza de voluntad, de modo que se cree una conciencia del valor que posee la responsabilidad. Una sociedad en que el trabajo sea más importante que el valor de un sueldo, es decir, en que los hombres trabajen pensando en el fruto que están forjando antes que en el dinero, será el gran paso hacia niveles de desarrollo insospechados. Así debería crearse una competencia saludable en todo grupo humano, cuya principales reglas no estarán dictadas desde la astucia y la hipocresía, sino desde el honor y la virtud. El estado debe crear las condiciones para que la sociedad sea virtuosa en este sentido. La clave está en la disciplina y en el rigor.
Felipe Labbé.
No es fácil calibrar el genio de un hombre, sobretodo en un país como Chile. La envidia actúa restando méritos y las lenguas insidiosas echan a correr rumores infundados que enlodan el retrato de los grandes hombres. Sin embargo, decir de don Diego Portales como el constructor de la nación chilena sería decir lo justo, aunque suene a exageración. El ministro nos habla del Estado que Chile necesita, enfundado en la seriedad que le caracteriza, aunque de vez en cuando la compostura se vea disipada por la gracia natural que se desprende de algunas de sus chanzas.
F.L.: Mientras la juventud mezclaba sus preciosos años en la vida política de un país que recién daba sus primeros pasos como nación independiente, Usted demostraba indeferencia frente a los problemas de orden público. Indiferencia que se tornó en preocupación activa una vez que sus empresas y, principalmente su Sociedad comercial, se vieron arruinados en un mal negocio con el Estado. Cuéntenos de sus primeros pasos en la política.
D.P.: Tal vez la especulación y el comercio no son más que juegos cuyas reglas fueron hechas para desmoralizar y destruir al próspero, antes bien que buscar el progreso de un país. Estas reglas son caprichosas. Hacen de los hombres lo mismo que el alcohol: lo emborrachan y destruyen su voluntad. De ahí en más, toda rigurosidad y disciplina se trueca en pusilanimidad, en flojera, y aquél que pudo ser un trabajador honrado, es decir, exitoso, se transforma en un vicioso ávido ya no de éxito sino de fortuna. En vez de trabajo, inspiración. De modo que la principal virtud de un hombre de negocios es su astucia. Ahora se le llama “visión”. Un hombre “visionario” es más apetecido que diez hombres esforzados. Mientras el primero no es más que un bribón tocado por la suerte, los otros carecen del talento para conocer los vaivenes de la especulación. La política no se diferencia mayormente. De hecho, quién es hábil económicamente, podrá fácilmente labrarse un camino hacia algún sillón en el Congreso, en algún Ministerio o, si ha tocado las manos correctas, mostrado sumisión frente a los altos funcionarios de entidades o logias secretas, tendrá reservado el lugar principal de la República: la presidencia. A todo este truculento escenario se suma la situación en que Cea y yo firmamos los contratos con el Estado: una simple y total anarquía. El desorden reinaba. La manifestación evidente: cerca de tres o cuatro constituciones entre 1823 y 1828. Nuestra clase política, en vez de buscar la solución definitiva a un grave problema, buscaba ganar tiempo con la redacción de constituciones que no tenían otra intención que lograr una pizca de paz entre la turbulencia. No sabían que toda ley escrita carece de eficacia si no está respaldada por el peso de la noche que es la sociedad chilena. Ninguna importancia tiene el papel si no altera la realidad misma de los ciudadanos. En otras palabras, toda ley debe ser redactada siguiendo el camino trazado por las costumbres; si en el plano de las costumbres de una sociedad hay imperfecciones, entonces deben acudir los juristas y los congresos a corregirlas, secundados por un poder ejecutivo que vele por el cumplimiento según lo establecido por la ley hasta erradicar las impurezas de las costumbres. En suma, las constituciones de este período crearon las condiciones para que continuara el estado de anarquía generalizado. Así las cosas, es imposible el progreso de una nación. Por lo demás, ya estaba metido hasta el cogote en los intrincados pasajes de la política luego del negocio frustrado como para retirarme y lavarme las manos. Siempre fui un patriota.
F.L.: Sabido es que Usted no sólo propugnó, sino que decididamente impuso un sistema de gobierno, basado en la autoridad del presidente, que tuvo la virtud de “ordenar la casa”, disminuyendo la esfera de influencia de la anarquía.
D.P.: Veníamos saliendo de una monarquía, es cierto. Lo paradójico es que la independencia como nación, obtenida mediante la espada, no se consumaría sino por medio de otra monarquía, la del Presidente. La independencia nos legó, aparte de un sentimiento de deber por la patria, un caos producido tanto por nuestra incompetencia como por nuestra inexperiencia política. Entonces, debíamos esperar a que los años nos donaran experiencia, para luego combatir la mediocridad tan abundante en nuestra sociedad por medio de la disciplina y el rigor. Que me perdone O’higgins, que me perdone Carrera, pero la única manera de corregir la flojera y la mediocridad es por medio de un régimen autoritario, inflexible con las faltas que derivan de una irresponsabilidad. Sólo una personalidad fuerte podría enmendar los atentados contra el deber que impiden el libre desarrollo de una nación. La historia ha demostrado que la lealtad frente a la figura del Monarca es siempre la vía más segura para obtener el óptimo funcionamiento de un grupo humano. Por lo demás, la estabilidad de un grupo humano descansa sobre las cualidades que impone un carácter fuerte: el líder natural. Yo hubiese deseado que Chile forjara su propia monarquía, lo cual, dicho en 1830, no habría sido más que una blasfemia.
F.L.: Es decir, que la abolición de la anarquía requiere de un líder natural, un gran monarca o, como Carlyle lo llamaría, un Héroe. Pero, ¿cómo lograr la confianza en un Presidente elegido por voto popular y no por la lealtad, principio ético fundamental en toda sociedad que ve en su rey a su legítimo gobernador?
D.P.: Las guerras de independencia habrán sido en vano, la sangre de patriotas derramada sería inútil si pensáramos en la restauración de una monarquía. La modernidad surge ahí cuando niega el régimen monárquico y se instituye el voto popular. Lo que yo quiero decir cuando hablo de una monarquía forjada en Chile, es que el Presidente de la República debía poseer todos los atributos que poseían los viejos monarcas desde el Imperio Romano hasta los imperios y reinados europeos de la época medieval. Es decir, el presidente debía poseer atributos propios de un monarca, sobretodo ahí cuando su autoridad se vuelve incuestionable. La serie de constituciones que fueron redactadas en Chile en la década del 1820 a 1830 es producto de la falta de una voluntad de ser. Ni Freire, ni José Miguel Infante con su idea de federalismo fueron hombres capaces de dirigir los destinos de una nación de modo que en ésta cesaran la turbulencia y el caos propios de un país que recién tenía conciencia de su propia soberanía. El problema de fondo en los países americanos es que no tenemos una noción definida del concepto de libertad. Asociamos fácilmente el concepto de rey al de servidumbre o vasallaje. En cambio, creemos que ser libres implica la ausencia del monarca. De ahí que la independencia del país, es decir, la libertad, degeneró rápidamente en caos, pues, si el rey de España ya no es más nuestro guía, ¿quién entonces? En consecuencia, debíamos concebir una República paternalista que generara no sólo confianza en la sociedad, sino, lo más importante, lealtad. El método: otorgar atribuciones, poder, a la figura del presidente. Ahora bien, esta figura presidencial similar en poder a los viejos monarcas, figura autoritaria, debe quedar fuera del alcance de las ambiciones egoístas de los hombres. El gran presidente, rey o líder natural de un pueblo, es aquél que trabaja en función del progreso de la nación y no de sus intereses. Finalmente, debemos devoción no sólo a la encarnación de un cargo público como la presidencia, sino al Estado. Todas nuestras fuerzas deben estar enfocadas, con fanatismo e intolerancia, hacia la búsqueda del bien en conjunto como nación. Hemos de eliminar cualquier pretensión que atente contra el desarrollo, siempre pensado y ordenado, de la nación. Ya lo dije una vez, y lo vuelvo a repetir: si mi padre hiciera revoluciones, a mi padre fusilaría.
F.L.: La disciplina como principal móvil para lograr una sociedad virtuosa. Haría la falta de un titán para conseguir semejantes resultados. Miguel Serrano ha dicho que, en cierto sentido, Usted lo fue, cuando escribe de su persona como “un ser altamente dotado (…) librando la más poderosa batalla contra la tierra e imponiendo hasta el presente su propia ley frente al paisaje”. Agrega que fue su Usted el que conformó casi toda nuestra historia en esta América informe, otorgándonos un estilo y estructura comprable con la de algunos pueblos europeos.
D.P.: Tal vez se trata de eso: otorgar una forma, probablemente europea, a la América informe. Mi labor podría definirse así, a grandes rasgos. No sé si he sido un titán luchando contra el paisaje; pero claro está que el clima psicológico de Chile es extraño, pesado, angustioso, que tira hacia abajo siempre, hacia lo informe, hacia el abismo. Lo sin forma, lo telúrico, la dejadez, la “gana”, dominan al chileno. Todo lo que sobresale en este denso clima está condenado a la envidia, al “chaqueteo” y a ser deplorado simplemente por ser destacado y por tener una forma definida. De las mentes de los hombres fluye la angustia y el odio por lo bello y lo fuerte. En ese sentido podríamos hablar de una influencia del territorio: somos un país de montañas, como habitantes de un hoyo en que nos asfixiamos; un hoyo angustioso y penitente. Caer entre las paredes que conforman las montañas significa caer en aguas turbulentas, en la lentitud de provincia, siempre melancólica. El alcohol ha hecho otro tanto. Es difícil hallar hombres con la voluntad suficiente como para mover esas montañas y construir sobre la mediocridad que impera en estas regiones del fin de mundo. Acaso sea ése mi legado: el del culto por el trabajo que sea capaz de remover los aletargados y nublados semblantes de los hombres borrachos. De modo que es deber del Estado tornarse en céfiros capaces de refrescar la lentitud de la pereza, transformando a los hombres en instrumentos de mejoramiento de la nación. Acaso el método para lograr dicha meta sea la educación entendida no como acumulación de conocimientos dispersos condenados al olvido, sino como el adiestramiento y formación del carácter. En los colegios los jóvenes deben aprender a valorar el trabajo que realizan como el producto de una fuerza de voluntad, de modo que se cree una conciencia del valor que posee la responsabilidad. Una sociedad en que el trabajo sea más importante que el valor de un sueldo, es decir, en que los hombres trabajen pensando en el fruto que están forjando antes que en el dinero, será el gran paso hacia niveles de desarrollo insospechados. Así debería crearse una competencia saludable en todo grupo humano, cuya principales reglas no estarán dictadas desde la astucia y la hipocresía, sino desde el honor y la virtud. El estado debe crear las condiciones para que la sociedad sea virtuosa en este sentido. La clave está en la disciplina y en el rigor.
1 comentario:
Un poco larga la entrevista, sobre todo las respuestas, pero bien.
Puntaje: 1,0
Publicar un comentario